CUENTOS INFANTILES

EL SASTRECILLO VALIENTE:
Texto de Carolina Fernández
Ilustración de Raquel Blázquez

Había una vez, en un lejano reino de bosques, dragones y gigantes, un pequeño joven, no sólo de edad, sino de tamaño. Le llamaban el sastrecillo porque era el encargado de coser, arreglar e inventar los vestidos de los príncipes, princesas y reyes de la corte. Todo el mundo quería al sastrecillo por lo bien que se dedicaba a su labor y era conocido y admirado en todo el reino y los reinos de los alrededores. Sin embargo, el sastrecillo tenía otros sueños que nada tenían que ver con la costura.

El pequeño sastrecillo soñaba con ser un valiente guerrero para que todo el mundo le admirara al verle pasar y dijeran “nadie puede con ese valiente guerrero”. Sin embargo, el sastrecillo, que además era pequeño, delgado y enclenque, se caracterizaba por ser bastante asustadizo; le daba miedo caminar a oscuras, estar solo en el bosque y pensar en gigantes le ponía los pelillos de punta.

Una tarde cuando el sastrecillo hacía lo que en realidad mejor se le daba, hacer un gran vestido para el rey, comenzaron a molestarle unas moscas que entraron de repente por la ventana. El sastrecillo sin pensarlo dos veces, cogió el cazamoscas y alzando su mano… ¡¡zas!! mató las siete moscas que le rondaban de un solo golpe.

El sastrecillo estaba tan orgulloso de su hazaña que se diseñó un gran cinturón en el que ponía “siete de un golpe” y salió a pasear por el reino. La gente no se lo podía creer, le miraban con asombro y admiración a la vez:


- ¡Ha matado a siete a la vez!
- ¿Serán dragones, serán gigantes?
- ¡El sastrecillo ha matado a siete a la vez!

De este modo, el sastrecillo empezó a ser llamado en todo el reino, el sastrecillo valiente.

Cuando llegó a oídos del rey y la reina que aquel pequeño, delgado y enclenque sastrecillo era en realidad un muchacho tan valiente decidieron ponerle a prueba. En los últimos días habían oído que un gran gigante se aproximaba al reino para acabar con todas las plantaciones de comida. Para evitarlo, el guerrero y la guerrera más fuertes y valientes del reino saldrían la noche siguiente a cazar al gigante, así que el rey y la reina invitaron gustosos al sastrecillo a acompañarles en tan gran hazaña.

- Estaríamos muy contentos y orgullosos de que les acompañaras. Si consigues acabar con el gigante pasarás a ser parte de los más valiente guerreros del reino.

El sastrecillo cuando escuchó la palabra gigante le temblaron las rodillas y le entraron sudores fríos. Sin embargo, no podía decir que no: era el momento de cumplir su tan ansiado sueño y convertirse en un valiente guerrero. Además, si no iba, todo el mundo pensaría que, aparte de un cobarde, era un mentiroso.

- ¡¡Es mi gran oportunidad!! Por fin voy a demostrar a este reino que realmente soy fuerte y valiente - se dijo el Sastrecillo con las rodillas aun temblando de miedo.

Los tres salieron en la noche, caminaron a oscuras, durmieron en el bosque y durante siete días y siete noches no pararon hasta dar con el refugio del gigante. El sastrecillo tuvo sudores fríos en la frente y en las manos los tres primeros días, cuando llegó el cuarto se dio cuenta de que quizá era más valiente de lo que él pensaba y cuando llegó el quinto, dejó de tener miedo. Y es que a veces pasa, cuando uno se enfrenta a las cosas que le asustan… al ratito se pasa el miedo.

Sin embargo, cuando el octavo día al amanecer encontraron el refugio del gigante, al pequeño sastrecillo valiente le volvió el miedo y empezó a temblarle desde el último pelo de la cabeza al dedo gordo del pie. Pero es que el aquel era el gigante más gigante que ninguno había visto antes. ¡Si hasta el guerrero y la guerrera sacaron sus armas asustados, pensando que no serían suficientes:

- Tendremos que tener cuidado de no despertarle. ¡Es la única forma de poder capturarle!

El sastrecillo, que como ya sabemos, parecía que no era muy valiente, pero desde luego era muy listo, se quedó pensando y dijo:

- ¡Un momento! Tengo una idea. ¿Por qué no esperamos a que se despierte? Entonces, cuando se levante, aturdido y medio dormido me acercaré a sus pies sin que se dé cuenta. Yo soy pequeño y rápido y si doy muchas vueltas con mis telas sobre sus pies en cuanto el gigante me vea e intente dar su primer paso terminará cayendo al suelo y podremos capturarlo. No me cogerá si corro muy rápido.

Los guerreros asombrados con la idea, pensaron que no tenían mucho que perder. Se pusieron manos a la obra y, tal y cómo había predicho el sastrecillo, el gigante cayó al suelo mareado. Fue de este modo cómo lograron capturar al gigante más gigante que aquel reino había visto y cómo el sastrecillo consiguió ser el verdadero sastrecillo valiente.

El rey y la reina le ofrecieron ser parte de los guerreros más valientes del reino, pero con toda aquella aventura del gigante, el sastrecillo se había dado cuenta de dos cosas muy importantes:

1- Que le hacía mucho más feliz coser, arreglar e inventar grandes vestidos para todo el reino que andar a oscuras por el bosque buscando gigantes.
2- Y que ser valiente no significa ser fuerte, grande o no tener miedo, sino ser listo y capaz de enfrentarse a aquellas cosas que nos dan sudores fríos y nos hacen temblar las piernecillas.

De este modo, el sastrecillo valiente siguió siendo el gran sastrecillo del reino, sólo que ahora, además de coser, arreglar e inventar grandes vestidos, estaba orgulloso de sí mismo.




















CENICIENTO Y LAS ZAPATILLAS MÁGICAS:
Texto de Carolina Fernández
Ilustración de Raquel Blázquez


Ceniciento había perdido a Papá hacía tiempo y de todos los recuerdos que tenía de él, el que más le gustaba era su nombre. Papá decidió llamarle así porque Ceniciento se pasaba horas delante de la chimenea pintándose bigotes con la ceniza.

Con el tiempo, Mamá acabó casándose con otro hombre. Aquel señor siempre le pareció bastante antipático, por esa razón, Ceniciento le llamaba para sus adentros el señor antipático. Tenía dos hijos que eran sus hermanastros, a quienes Ceniciento intentó conocer y ser su amigo pero la verdad es que nunca le cayeron del todo bien. Aquellos niños que siempre le miraban por encima del hombro, le parecían chismosos, sabelotodos y presumidos:

- Mamá yo lo intento, quiero jugar con ellos y que se sientan como en casa, pero no me gusta, no paran de mandar todo el rato.

Ceniciento quería muchísimo a Mamá. Nadie cómo ella sabía prepararle el chocolate de la merienda o contarle aquellos cuentos sobre dragones miedosos, princesas valientes y reinos desconocidos.


Por eso cuando Mamá se fue, Ceniciento se puso tan triste que se encerró durante días en su habitación. Los ratoncitos, los perros y algún que otro pájaro eran los únicos que le hacían compañía, éstos le llevaban bocadillos de chocolate y le leían cuentos tratando de animar a Ceniciento.

Cuando Ceniciento se atrevió por fin a salir de su cuarto, se dio cuenta de que su casa había cambiado. El señor antipático y sus hijos habían dejado sus cosas por todas partes, y su casa ya no parecía suya…sino de aquella familia que no le caía nada bien.

Con el tiempo, el señor antipático, cada vez era más y más antipático. Comenzó por no dejarle jugar con sus hermanastros y terminó por hacerle limpiar la casa de arriba a abajo como si fuera un criado. Y así, mientras Ceniciento limpiaba la cocina, la chimenea, lavaba la ropa, barría y fregaba los suelos, sus hermanastros jugaban a la pelota, leían cuentos, iban al parque del palacio y siempre parecían pasarlo bien.

Ceniciento intentaba no estar triste, a veces se enfadaba por no poder jugar y reír como los otros niños y niñas, pero cuando eso le pasaba recordaba la sonrisa de Mamá, los bocadillos de chocolate y corría a jugar con sus verdaderos amigos, los ratoncitos, los perros y los pájaros. Ellos eran los únicos que habían cuidado de él cuando Mamá se fue:

- Tenemos que conseguir que Ceniciento salga de esta casa. No puede pasarse la vida aquí encerrado limpiando para siempre.
 - Dentro de poco es la fiesta de cumpleaños de la Princesa y todos los niños y niñas de este reino y de los reinos de los alrededores vendrán a jugar a palacio.

Así que todos los animales decidieron que ese día, Ceniciento tendría que llegar a palacio para poder jugar con todos aquellos niños y niñas, y aunque fuera por unas horas, pasarlo bien cómo todos los demás.

El día del cumpleaños llegó y sus hermanastros se fueron en caballo a palacio. El señor antipático se había encargado de dejarle una larga lista de quehaceres para que estuviera entretenido, Ceniciento se quedó mirando desde la puerta disimulando sus ganas de ir a la fiesta y dijo haciéndose el orgulloso:

- ¡Bah, la fiesta me da igual! Seguro que es aburridísima.

Fue entonces cuando aparecieron todos los animales con una camiseta unos pantalones y un gorro precioso para que pudiera ir con ropa nueva y limpia a la gran fiesta de cumpleaños de la Princesa, lo único que se les había olvidado eran los zapatos. A Ceniciento le dio exactamente igual, se puso a dar saltos de alegría y vestido con su ropa nueva y con sus viejas zapatillas agujereadas por el dedo pulgar se fue corriendo a la gran fiesta.

- Ceniciento, tienes que venir cuando oigas el canto de los pájaros, ellos te avisarán para que llegues antes que el señor antipático y tus hermanastros, ya sabes que si se enteran se enfadarán y te castigarán limpiando la chimenea durante días.
- Allí seguro que no te reconocen, habrá muchos niños. Disfruta y pásatelo cómo nunca.

Ceniciento llegó a palacio y se quedó con la boca abierta. Había un gran lago azul, dulces de todos los colores y sabores, juegos, música, payasos y muchísimos niños y niñas que no paraban de reír.

Todos venían de los reinos de los alrededores: del reino de la música y la danza, del reino de las mates, del reino donde hablaban muy raro, del reino de la naturaleza, del reino de las estrellas…había tantos reinos que Ceniciento sólo podía escuchar, mirar y dejar la boca abierta ante tantas cosas desconocidas y geniales.

Ceniciento se bañó en el lago, jugó, rió y conoció a muchísimos niños y niñas, incluida la Princesa, que le pareció casi la niña más guapa y lista de toda la fiesta. A ella le confesó su asombro y su gran deseo:

- ¿Cómo puede haber tantos reinos diferentes? Me encantaría poder conocerlos todos y descubrir donde podría ser feliz.

La Princesa también pensaba que Ceniciento era el niño casi más listo y guapo de toda la fiesta, le encantó escuchar sus historias y sobretodo le gustó que no parara de reír con él. Ceniciento no podía creer lo bien que lo estaba pasando, así que cuando de repente escuchó el canto de los pájaros le dio tanta pena que casi se pone a llorar:

 - ¡Oh no! tengo que irme corriendo para volver a casa si no quiero que me castiguen limpiando durante una semana la chimenea.

Salió corriendo y con las prisas, su zapatilla con el agujero del dedo del pie se quedó allí tirada. La Princesa la cogió pero no le dio tiempo a llegar hasta él para devolvérsela. Conmovida por la historia de Ceniciento y el gran agujero de aquellas zapatillas, habló con su mamá la Gran Reina y tuvieron una gran idea.

- Le buscarás y le llevarás este regalo. Ceniciento tiene que salir de aquella casa para poder ser feliz.

Una semana después la Princesa por fin encontró la casa de Ceniciento, que se quedó ojiplático al ver de nuevo a esa niña tan guapa y lista. La princesa le dio su regalo.

 - Unas zapatillas mágicas para que puedas conocer todos los reinos hasta descubrir cuál es el que te hace feliz.

Ceniciento se puso las zapatillas y un extraño escalofrío le recorrió todo su cuerpo, con esas zapatillas podría recorrer todos los reinos sin cansarse, sin que nada malo le pasara y estando siempre contento.

El señor antipático y sus hermanastros le miraban con rabia y envidia. Ceniciento no podía dejar de sonreír, estaba desando comenzar la aventura de descubrir cuál sería el reino en el que podría ser feliz. Por fin podría jugar, reír, aprender y ser un niño cómo todos los demás. Se despidió de la Princesa, de los ratoncitos, del perro y de los pájaros y comenzó su camino dispuesto a descubrir cuál sería su reino.



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